En su etapa de adolescente Alejo Durán comenzó a tener contacto con la música como protagonista. Escuchaba a su madre, Juana Francisca Díaz, entonar cantos de cumbia, y eso le llevó a aprender a tocar la dulzaina.
Sonando este instrumento amenizaba sus recorridos a pie, y otras veces en su mula la ‘Pelúa’, desde su casa en El Paso hasta la Hacienda Santa Bárbara de las Cabezas.
El trayecto lo cubría para llevarle la comida a su papá, Nafer Donato Durán, que era peón en ese predio.
Como era mandato en ese tiempo, empezó a trabajar en la misma hacienda donde demostró habilidades para ordeñar, contribuyendo a aumentar la producción lechera del hato.
Se ganó así el cariño de sus compañeros a los que les tocaba la dulzaina en ratos de descanso; y al mismo tiempo cautivó el afecto de sus patrones.
Luego de las intensas jornadas en el campo Alejo se devolvía a la cabecera del municipio, llegaba a las esquinas y en un acto de auténtica vena artística, divertía con su canto y con sus notas a la gente del pueblo. Ahí empezó su grandeza.
Martina Ospino Santander tiene hoy 87 años, y recuerda con claridad que conoció a Gilberto Alejandro Durán, en su época de juventud.
“Nos alegraba mucho, tocaba en las esquinas, y el día de los Inocentes se ponía con el cajero y el guacharaquero a amenizar una parranda a dos cuadras de mi casa. Solo hasta cuando la gente estaba bien rendida se iba del lugar”.
La mayoría de las fotos que hoy se conocen de Alejo Durán lo muestran como un hombre de sonrisa profunda. Martina confirma que no era solo para las fotos. “Él era un negro fino, elegante de dientes muy blancos, siempre sonriente. Nunca lo vi bravo, dialogaba mucho con el que encontrara a su paso, y transmitía felicidad, era buena gente”.
Reginaldo Daza Serna fue compañero de trabajo de Alejo Durán. Era 12 años menor que él, y aún puede rememorar sus jornadas en los corrales del rancho.
“Yo era el cocinero de los vaqueros y recuerdo que Alejo no era pretencioso para la comida. Trabajaba todo el día y en las noches nos divertía en el pueblo, como la música en ese entonces no valía nada, lo hacía solo por divertir, todos éramos como una misma familia”.
En los apuntes de la memoria del pueblo a Alejo lo muestran como un tipo responsable en su trabajo y gran amenizador de parrandas. Sobre si tomaba licor se dice que en gran parte de sus últimos años no lo hacía, porque “le caía mal el trago”.
El primer acordeón de Alejo
Si Alejandro Durán no hubiera trabajado en el campo, quizás nunca habría tenido acordeón.
La hacienda en la que laboró fue administrada por Germán Gutiérrez De Piñeres, un hombre que en 1940 llegó a El Paso desde Mompóx.
Tenía contacto con ganaderos de Fundación, entre estos una familia descendiente de italianos, que recibió unos acordeones de Europa. Germán se apresuró a comprar cinco de estos instrumentos.
Aristides Gutiérrez, hijo del administrador, narró que uno de los acordeones le fue dado a Alejo, porque su padre le había tomado cariño. Otro acordeón le fue entregado al tío de Alejo, Luis Felipe Durán, y otro más a Germán Serna. “Donde queda La Loma de Potrerillo vivía Samuelito Martínez, y él se enteró de que la ganadería estaba regalando acordeones, y le mandó una canción a mi papá pidiéndole uno de estos instrumentos”, señaló.
Aristides recuerda también a Alejo como “una persona de una decencia natural”, y además buen consejero. “Una vez me recomendó que no tuviera muchas mujeres, que me casara una sola vez, lo decía con la frase: ‘No hay perdición de hombre que de mujer no venga’”.
Las manos del rey
Las mismas manos que con fortaleza ordeñaban la ubre de una vaca, le dieron la destreza en 1968 para ganarse la primera corona del Festival de la Leyenda Vallenata. Ya su fama estaba irrigada en el país de este folclor.
La noche del triunfo Alejo recibió además de los $5 mil, un trofeo que le regaló a su única hermana, Sabina. Hoy ese recuerdo está en El Paso en manos de Federico, hijo de Sabina.
“Mi mamá me lo regaló y es un orgullo para mi tenerlo. Mucha gente viene hasta aquí a verlo y yo pienso seguir la tradición y heredárselo a mis hijos”, contó.
Gilberto Alejandro Durán Chacón es el quinto de los 18 hijos de Alejo, es el más aventajado en tocar el acordeón, pero nunca le interesó participar en el Festival Vallenato, “porque esto no lo tengo como un arte, sino como un pasatiempo”, dice con displicencia.
La idea de que un hijo de Alejo se quede con un trofeo de rey está lejana, sin embargo hay nietos y tataranietos que tienen la iniciativa.
Recuerdos intactos
En el barrio El Rincón, de El Paso, se mantiene firme la casa en la que nació y creció Alejo. En el lugar el tiempo se detuvo con recuerdos y anécdotas.
De la pared de barro cuelga ropa que vistió ‘El Negro Grande’, y la cama en la que pasó las noches cobijado con las colchas de retazos que su madre hacía.
El baño es el mismo, e incluso una alberca en la que algún día, según contó Adriana Yaspes, “llegó Jorge Oñate en medio de una borrachera a querer meterse ahí, pero la mamá de Alejo lo regañó y no lo dejó”.
En el lugar hay también fotografías, instrumentos, mesas y una nostalgia profunda al recordar al hombre que con sus manos construyó las bases sólidas del vallenato, el mismo que dedicó su juventud a ordeñar en una hacienda que hoy es dominio de la brisa, el polvo y techos a medio caer.
El vallenato aún grita: ¡Alejo vive!¡Que viva Alejo!