Historias

Así se celebra la navidad debajo de los puentes de Barranquilla

En Barranquilla, las fiestas decembrinas encuentran lugar bajo la oscuridad de las vigas de cemento.

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A veces es un viejo puente con un verde caño. La mayor parte del tiempo, sin embargo, es una mansión de $82.000 millones que quedó en obra negra porque Orlando Salcedo y su amor no han decidido de qué color pintarlo. Cualquier habitante de la calle podría envidiarlos, pues son dos enamorados a la orilla de una piscina natural. Por lo menos así lo ven ellos, mientras se acurrucan en una hamaca bajo un puente en Barranquilla, durante las noches en Navidad.

“Yo he querido vender esta casa, pero ni las familias más adineradas pueden comprarla”, bromea Orlando, quien intenta abrir una puertecita de madera que pareciera no conducir a nada, aunque en realidad lleve a su pequeña guarida rosada, adornada por fotografías estilo vintage y música jazz.

Para sumergirse en la oscuridad de las vigas de cemento, hay que seguir el camino guiado por un tubo de aguas negras que baja por el caño de la intersección de la calle 6 con calle 30, diagonal a la Intendencia Fluvial, una clásica y enorme casa azul celeste, ícono cultural. En la entrada, sobre el tubo oxidado, dice “Feliz Navidad” en letras blancas.

“Te presento a la famosa y la más querida de aquí, mi mujer”, exclama Orlando, un cincuentón de abdominales y oblicuos, producto de ejercicio diario de reciclar en la ciudad. Sus manos y mirada están en una sola dirección, sobre la figura de Elles Cabarcas, una morena que le robó el aliento hace 16 años en el parque Suri Salcedo.

Elles tiene 35 años. Lleva un top negro y pegado, un overol corto de jean y extensiones de cabello rizado. Tiene sombra azul en los párpados y piedras cafés y brillantes en el cuello.

“Nosotros somos los “pupiletos” de aquí. Elles es la única mujer que sale a reciclar en tacones y perfumada. A mí también me gusta estar bien vestido y con mi ropita de marca, nada usado”, confiesa Orlando, desde su pequeña casa.

Día especial

Ya adentro no hay oscuridad. Se siente un olor a pescado podrido. Las luces que iluminan la Intendencia Fluvial se reflejan en las aguas del caño, tal como lo hacen los destellos del arbolito que Salcedo y Cabarcas encienden allí cada diciembre, desde hace tres años.

Es un pequeño y verdoso artificial repleto de luces rojas que conectan a una extensión de energía eléctrica bajo el puente después de 8 p.m. Esa es la única forma de que algún transeúnte curioso note que, en lo más hondo del abismo, hay una pareja que celebra la temporada navideña.

La pareja junto a sus dos amigos, Jhevian Escorcia y Alexánder Dorado.

La pareja junto a sus dos amigos, Jhevian Escorcia y Alexánder Dorado. | Christian Mercado

No festejan solos, claro está. Menos en esta época. Por estos días, Orlando y Elles reciben a grandes amigos y honorables huéspedes. Se trata de Jhevian Escorcia y Alexander Dorado, quienes vigilan la casa mientras los dueños trabajan.

Si alguien quiere visitarlos en horas de la tarde, ambos se encargan de darles el mensaje. Lo hacen precavidos, pues la orden es no dejar entrar a nadie desconocido cuando ellos no están. Este 24 de diciembre el plan es familiar, pero “no hay nada fijo”.

El pasado 28 de noviembre, día del cumpleaños número 51 de Orlando, cuenta él mismo, “traje una paella más deliciosa, pero a ella no le gustó. La próxima vez le traeré arroz de payaso o solo con lentejas”, dice con sarcasmo.

En realidad, Orlando sabe qué es tener lo mejor de ambos mundos. Después de un día de trabajo se viste con una elegante camisa de cuadros, con la cual “nadie pensaría que vivo debajo de un puente”. “La gente me ve y me dice, vete pa’ tu casa, tú no tienes por qué estar aquí”.

Lo dicen porque Orlando es un reciclador graduado de bachiller en el Instituto Barlovento, técnico en ingeniería y en mecánica diésel. Trabajó como gerente de una fábrica de refinación de aceites y tiene cuatro hijos. Dos viven en Argentina, con su madre, y otros dos al norte de Barranquilla. Si él quisiera –asegura– podría tomar un taxi, regresar con su familia y tener un apartamento en el barrio Villa Carolina, donde antes residía.

“Pa’ joderte”, responde Elles, sonrojada. Alexander, quien escucha la conversación, suelta una carcajada y asiente, lo que refuerza la versión de "El Mono", como algunos le llaman a Orlando en el Centro-histórico.

Sentados y mecidos en la hamaca, de espalda a los tres metros de profundidad del caño, agradecen a la vida por tener “los mejores atardeceres”. Por lo menos, desde una perspectiva diferente.

“Desde aquí se ve lo que no ve nadie. Desde muertos y descuartizados, hasta los más bellos atardeceres. El sol se pone rojo y pareciera que puedes agarrarlo con tu mano”, narra Orlando, quien a veces vive en un viejo puente con caño verde.

Bajo el puente de la Circunvalar

Encontrar a “El Ñato”, el fiel habitante del puente de la calle 30 con la vía Circunvalar, no es tarea sencilla.

Gerardo Romero es descrito por sus conocidos como un “bacán que habla mucho, juega dominó y toma cerveza”. Sus vecinos afirman que, si no está en su puesto de trabajo, donde cuida carros, está en la panadería de la esquina, o en las maquinitas de la esquina siguiente o ... con el dominó.

Gerardo ‘El Ñato’ Romero, sentado desde lo que considera su cama de cemento, debajo del puente de la calle 30 con la vía Circunvalar.

Gerardo "El Ñato" Romero, sentado desde lo que considera su cama de cemento, debajo del puente de la calle 30 con la vía Circunvalar. | Christian Mercado

“Cuenta la leyenda que cuando construían los pilotes del puente, ya él vivía allí”, bromean algunas personas.

‘El Ñato’ es un cartagenero de 66 años que duerme de día y “camella” de noche. Hace nueve años se refugia bajo el viejo arco de concreto, del que dice “es el mejor hogar”.

“Aquí yo no tengo que pagar ni luz, ni agua ni gas”, comenta entre risas, mientras escala la inclinada estructura, sobre la que transitan cientos de autos cada día.

Sus conocidos lo consienten y su empleo informal le da lo suficiente para desayunar y almorzar un plato de $7.000 que incluye pescado, sopa y guarapo. En un pequeño baúl, guardado en el taller de al frente, atesora sus coloridas mudas de ropa. Allí tiene siete pantalones, seis camisas, 12 suéteres y cinco pares de zapatos.

Para Romero, la vida bajo el puente es tranquila, excepto cuando algún desconocido desea jugarle una broma. Mientras duerme, a Romero le han caído guayabas, tomates y hasta papas. “Me toca es comérmelas, será”, dice entre carcajadas.

“Soy un man relajado y alegre con mi vida”, reconoce el moreno de cabello canoso. “Pero no soy feliz”, agrega.

Este 24 y 31 de diciembre, aunque no le faltará la comida, confiesa, sí le hará falta el amor. “Uno necesita a alguien que le diga te quiero. Yo perdí a la mujer que amaba y ella era mi única esperanza”, cuenta "El Ñato", quien prefiere no dar detalles porque se pone nostálgico.

“Me quedaré aquí con la soledad y la tristeza porque ella no está. Por ella había dejado las drogas”, confiesa Romero, quien, si algo le pide a la vida, es traer a su amor de vuelta en esta Navidad.