“Hola, ‘Cangre’”, “qué más, ‘Cangrejo’”, “viejo ‘Cangre’”. Así saludan todos en el barrio El Bosque a Edgardo de Jesús Álvarez Lozano, de 45 años, quien a la edad de 8 padeció una enfermedad que terminó atrofiando sus piernas y brazos.
El apodo de ‘Cangrejo’ se lo colocó un amigo al ver su peculiar forma de caminar, parecida a la de los cangrejos. Edgardo explica que un viernes por la tarde regresaba de la escuela a su casa, cuando empezó a llover. Como es costumbre en la ciudad, casi todos los niños aprovechan la lluvia para jugar fútbol y bañarse bajo el agua, y en su caso no fue la excepción.
“Mi mamá, que siempre se preocupaba por mí, salió a la terraza de mi casa a ver si ya estaba cerca. Ella observó que yo jugaba con mis amigos, y con un grito que casi me deja sordo me dijo: ‘Édgar, entra a la casa que te vas a torcer’. Yo siempre regresaba sudado de la escuela”, recuerda el hombre.
“Pero mis ganas de seguir jugando pudieron más que mi obediencia, y me salí a escondidas por el callejón, a continuar mi jugarreta. Al cabo de varios minutos empecé a sentirme mal y me desmayé. Entre amigos y familiares me llevaron a mi casa”, asegura.
Desde ese momento “nada volvió a ser como antes”. Sufrió escalofríos, “fiebre, vómito y diarrea”. “Recuerdo que ni caminar podía”.
Enseguida lo llevaron al médico, pero al parecer ya era muy tarde: su cuerpo quedó con las extremidades superiores e inferiores en forma de flexión, ya no podía extender ni las piernas ni los brazos.
“Mis padres me dijeron que los médicos habían informado que padecía de polio, ya que no completé el cuadro de vacunación. ¿Qué iba a saber yo de esa enfermedad, ni mucho menos que en esa época la ciencia aún no estaba tan avanzada como ahora?”, acota Edgardo.
En ese momento no entendió lo que trataban de explicarle; lo que sí vio claro fue que había quedado en condición de discapacidad física.
La poliomielitis
“Mi familia, que siempre ha sido muy humilde, no pudo pagar un tratamiento para mi enfermedad. Gracias a la gestión de un médico lograron llevarme a un centro de rehabilitación infantil ubicado en la calle 30. Ahí me realizaron diferentes procedimientos médicos, que a la postre no funcionaron. Entonces tocó buscar otro tipo de tratamiento que ayudara a moverme”, precisó.
Con masajes en todo el cuerpo y terapias con choques eléctricos, paulatinamente fue recuperando un poquito la movilidad, pero sus extremidades se atrofiaron de manera permanente. “Un día estás normal, puedes realizar todas las actividades y pilatunas que un niño hace, y al día siguiente ya no puedes. Me sentía preso en mi propia cama, con grilletes, esperando la hora de mi muerte, en el pabellón de los que ya no cuentan para la sociedad”.
Una salida a ver fútbol
Durante “cinco años” no se asomó ni a la puerta de su casa. “Sentía vergüenza de que mis amiguitos me vieran. Fueron años dolorosos. No podía aliviarlo con medicamentos, porque lo que me dolía era el alma de niño, el no poder jugar ni golpear una pelota. Para ese dolor no existía antídoto”.
Un día un primo y unos amigos lo convencieron de ir a ver jugar fútbol, lo tomaron de piernas y brazos, lo montaron en una bicicleta y se fueron a una cancha. “Para sorpresa mía, vi a un joven como de mi edad, también en condición de discapacidad, jugando fútbol. Entonces pensé que si él podía hacerlo, yo también”.
Sin embargo, por el solo hecho de padecer poliomielitis enfrentó “algo peor que la enfermedad: la discriminación, el rechazo, la burla, los maltratos físicos y morales a los que me exponía por querer ser parte de un grupo de jóvenes. Apenas me acercaba a ellos se marchaban diciendo que yo era un bicho raro y que no podía estar a su nivel”, cuenta con tristeza.
Gracias al fútbol pudo salir nuevamente a jugar, pero las condiciones eran diferentes: si antes corría detrás del balón para meter goles, ahora tenía que evitarlos, ya que jugaba casi siempre de arquero, y debía esforzarse mucho si quería ser el titular. Terminaba con dolor en las manos, debido a los balonazos que recibía, y además laceradas ya que le servían de apoyo para no caer. Pero era feliz, pues para él era un logro muy importante ser parte de un equipo de barrio. Así viajó a Montería, Riohacha y Sincelejo a disputar torneos en los que habilitaban a un discapacitado por equipo.
Situación laboral
Los conductores de las rutas de buses urbanos e intermunicipales que transitaban por su casa se sorprendían al ver cómo, a pesar de sus limitaciones, Edgardo se divertía “corriendo” y jugando fútbol.
“Se acostumbraron a verme en el sector, y cuando pasaban cerca de mí pitaban para saludarme. Un día uno de ellos me preguntó que si alguna vez había montado en bus, le respondí que hacía mucho tiempo que no debido a mis limitaciones. Me invitó a dar una ‘vuelta’, no lo dudé, y como pude coloqué mis manos en el estribo, con todas mis fuerzas levanté mi cuerpo para subir, fue algo maravilloso montar de nuevo en uno”, dice Edgardo.
El conductor, recuerda, se llama Alfredo Angulo, quien entonces contaba con una persona que le cobraba el dinero a los pasajeros. Cuando este dejó de trabajar, se le presentó la oportunidad de laborar a los 17 años como ayudante de bus. “Mi primer día de trabajo fue un sábado, inició a las 6:00 de la mañana, me ubiqué al lado del conductor, arrodillado en el piso del bus. Con la mano izquierda me agarraba de una silla para no caerme, y con la otra cobraba los pasajes y entregaba el cambio”, precisa.
Cuando el bus hacía una parada, o doblaba para seguir la ruta, era toda una proeza. Para no salir ‘volando’ se adhería al tubo de la silla como imán al hierro. “Lo más gratificante de ese día fue la hora del almuerzo, jamás me había comido semejante plato de comida, quedé como ‘Petete’, con una pipa bien grande, además de los mil pesos que gané”.
Así comenzó a ganarse la vida por más de diez años. Un día las empresas de transporte suprimieron los ayudantes y quedó sin trabajo, pero eso no impidió que bajara la guardia. También trabajó barriendo las calles, en un taller de motocicletas y vendiendo galletas chepacorina. “Ahora prácticamente vivo de la caridad de los amigos que tengo, especialmente los del gremio de buses, que a diario me regalan mil o dos mil pesos, y de un amigo que todos los días aporta seis mil pesos a mi economía”, asegura.
En busca de trabajo
Edgardo ha intentado acceder a los subsidios que ofrece la Alcaldía Distrital para personas en estado de discapacidad, pero no ha salido favorecido. “También he aplicado en diferentes ofertas de trabajo para población como la mía, pero al parecer el infortunio, o mi complejo estado de discapacidad no permite que me contraten, por eso apelo a alguna persona o empresa que me quiera apoyar con un empleo, para sacar adelante a mi familia”. Reitera que su fe en un futuro mejor lo mantiene “parado en la raya” del guerrero que sabe que saldrá adelante. Quienes quieran ayudarlo pueden contactarlo al teléfono 3013135080.
Poesía y amor
Como no pudo hacerse bachiller, Edgardo empezó a estudiar poesía en un centro cultural en el barrio La Cordialidad; ahí aprendió sobre los poetas latinoamericanos como Pablo Neruda, esto le sirvió para escribir siete poemas, entre ellos ‘Mi sueño anhelado’, con el cual conquistó al amor de su vida. “Gracias a la poesía pude encontrar el amor, mi aspecto físico y mi discapacidad no son de lo mejor, así que mi corazón y el interior de mi alma han sido las claves para ganar el amor de las mujeres, tratándolas con mucha ternura, comprensión, respeto y recitándoles poemas. Así conquisté a mi actual pareja con la que tengo una bebé de 11 meses”, dice entusiasmado.