Al fútbol me lo encontré algún día de mi infancia en la calle. A los ángeles del fútbol los conocí en el Romelio Martínez en Junior y en las Selecciones Atlántico. Hubo un ángel que vino en los años sesenta de Brasil y no tenía alas en la espalda sino en los pies.
Tenía, además, una cabeza hecha como con tajalápiz y un motilado al mejor estilo de un recluta del ejército que llevó hasta el último día de su vida. Era “patitorcío”, caminaba como Garrincha y Quarentinha. Es que, cuando vino a Barranquilla, le habían extirpado tres de sus cuatro meniscos pero, eso, no le quitó ninguna de sus virtudes ni la magia para jugar al fútbol.
Y, mucho antes que Messi, reía por todo. Cuando gambeteaba, cuando anotaba gol, cuando le metía el balón por entre las piernas al lateral que lo marcaba, o le hacía una bicicleta y lo dejaba viendo un chispero, cuando intentaba y le quitaban el balón, o cuando le daban una patada y seguía pidiendo la pelota.
Igual, siempre reía con cara de picardía. Ese ángel se llamaba Othón Alberto Dacunha y siempre insistió, recién llegado, que se escribía Othón pero se pronunciaba Otho. Si usted quiere saber cómo era Dacunha como futbolista compárelo con el mejor que usted haya visto. Ahora, como persona, acabamos los adjetivos para calificarlo.
Tranquilo, sincero, respetuoso, pícaro para jugar, sabio para enseñar, por sus manos pasaron las divisiones menores del Junior con gran producción y suceso. Ese Dacunha, genio del fútbol, murió una tarde de viernes donde deseó morir y yace ahora bajo la tierra barranquillera que amó.
Y la historia dirá que hubo un ángel descarriado que dejó el olimpo para jugar al fútbol. Ese ángel ha vuelto al olimpo mientras todos lo comenzamos a extrañar…